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La danza, en este libro, remite a ciertos acontecimientos anteriores al lenguaje articulado. Sus gestos buscan, en un pasado irrecuperable pero real, antes del nacimiento, la ausencia de técnica, el gateo, el mundo líquido, sin palabras. Quignard sostiene que, antes del lenguaje, antes de sumergirse en el habla, que es el segundo mundo, para el cuerpo hubo un primer mundo, amniótico, que es el de la danza. Aquel mundo mudo, cerrado, contenido, tantea en los pasos de danza los límites del lenguaje y procura abrirse a la falta absoluta de mundo, el desmayo, la “descontinencia” y al fin la muerte.
Este obra actualiza lo terrible del mito de Medea y cuenta experiencias: la puesta en escena de un guion para ser danzado por una bailarina japonesa de butoh, cuyo tema es Medea; la semejanza entre la danza sin reglas y los gateos y los pasos reptantes de los afectados por la bomba atómica; los raptos del sexo y los raptos de las religiones que hacen echar los brazos atrás, la cabeza atrás, los ojos cerrados en un éxtasis sin voces.