“Dejamos de ser hijas cuando nos convertimos en madres, me dijo un día una amiga. ¿Qué carajo me quiso decir? ¿Que si no llego a ser madre estoy condenada a ser eternamente hija? Me imagino encerrada en la mamushka más chiquita por el resto de mi vida y otra vez me falta el aire.”
Una mujer después de perder un hijo. Su duelo es un ojalá lleno de vientos y cenizas; tocar fondo para salir a alguna superficie posible desde la profundidad de su mar. Quien se anime al mundo que Conti Ferreyra crea con su narrativa, va a identificarse en una risa, un cuestionamiento, una torpeza, y en un aprendizaje donde el ojo clínico y humorístico de la autora nos muestra la belleza de lo pequeño y la traducción de lo inefable.
La muerte de lo más querido y qué hacer con eso. La mirada de una mujer de estos tiempos, atravesada por mandatos, culpas e ideologías. El ser, no ser y el deber ser, como pregunta que retumba, he ahí el dilema. Ser o no ser ¿madre?, ¿buena?, ¿suficiente?, ¿fracasada?, ¿capaz?, ¿posible? y el extrañamiento necesario para convertirlo en poesía. “Ojalá no se te muera ningún hijo más”, le dice uno de sus alumnos. Ella se muere de miedo, pero sigue, porque entiende que los miedos solo sirven si retrasan un poco la muerte.