Una mañana de enero de hace un par de años, Juan Sklar me escribió para ver si podía mandarme un cuento para una revista en la que yo editaba la sección de ficción. Me lo mandó pero el cuento no se publicó. Tiempo después, me escribió para ver si quería leer el manuscrito de una novela; quería alguien que no fuera complaciente y le había caído bien que yo no quisiera publicar su cuento. Acepté y fui complaciente, porque Nunca llegamos a la India es un librazo.
Sklar se toma muy seriamente su trabajo de escritor y sabe transmitir su sensibilidad con palabras. Me parece un escritor notable. Está decidido a contar lo que hay en su cabeza –en la cabeza de su narrador, bueno. En una época de virilidades en cuestión, él viene a ofrecer su honestidad. Prefiere la narración de una intimidad problemática a la corrección política. Escribe con la soberbia armada de la juventud. Su protagonista no va a la India a ver a los miserables del mundo ni a buscar espiritualidad. La obsesión sexual y el escepticismo siempre van con él. El libro cuenta un territorio caliente, es áspero, peligroso, un poco enfermito y muy tierno. Sklar narra la violencia, el deseo y el sinsentido como pocos escritores argentinos.
Esta novela-diario-relato de viaje se devora, perturba, calienta. Con desparpajo y ternura, Sklar desarma los tópicos del viaje a la India y encuentra ahí mística y sexualidad, consumo y muerte, neurosis y belleza raspada: una India que es el espejo irónico de un argentino que quiere saber quién es.
Santiago Llach